sábado, 6 de diciembre de 2014

EL SIGNIFICADO Y LA HISTORIA DEL ARBOLITO DE NAVIDAD



La tradición impone empezar a armar el Árbol de Navidad el 8 de diciembre, en coincidencia con el Día de la Virgen, y culminar de hacerlo en Nochebuena colocando en su cima la estrella, en recuerdo de la que guió a los Reyes Magos hasta Belén.
Pero la vida moderna lo ha apurado todo: en la mayoría de los hogares, tanto el árbol como el pesebre se arman enteramente el 8 de diciembre y se desarman el 6 de enero, desafiando los tiempos y los simbolismos.
Por ejemplo, aquel que dice que el árbol debe tener entre 21 y 28 adornos esféricos, dependiendo de la cantidad de días que ese año tenga el Adviento, que marca el inicio del año litúrgico cristiano y comprende los cuatro domingos anteriores a la Navidad.
Para el común de los mortales, elegir el color de las esferas depende del estado de ánimo y de la "suerte" que se desea: así,

 
Vestirlo de rojo, deparará pasión;
Vestirlo  de oro, riqueza; 
Vestirlo de blanco, paz;
Vestirlo de azul, tranquilidad; 
Vestirlo de amarillo, éxito; 
Vestirlo de naranja, alegría;
Vestirlo de marrón o beige, trabajo;
Vestirlo de verde, esperanza.


Pero para los creyentes, el simbolismo es otro: las esferas representan los rezos que se hacen durante el período de Adviento y sus colores responden:
las rojas, a peticiones;
 las plateadas, a agradecimiento;
 las doradas a alabanza y
 las azules a arrepentimiento.
La colocación diaria de cada esfera se acompaña de una oración o un propósito; y la estrella que se pone en la punta del árbol representa la fe que debe guiar la vida del cristiano.
Pasado el día de Reyes magos, el árbol es despojado de sus adornos y guardado en una caja, si es de plástico, o tirado a la basura si es una rama natural; es decir, que pese la perennidad que simboliza, sobrevive menos de un mes, casi una herejía.



Otras creencias. 
 Remite a los antiguos celtas, quienes el 21 de diciembre, cuando en el norte comenzaba el invierno, acostumbraban a vestir al roble, su árbol sagrado, y rendirle culto ofreciéndole sacrificios humanos.
Como el roble perdía sus hojas con el frío, los celtas lo adornaban con muérdago (símbolo de suerte y fecundidad, que hoy se pone en las puertas), le colgaban algunas frutas (que dieron lugar a las esferas) y le ataban antorchas (ayer, velitas; hoy, luces) para infundirle protección y vigor.
Cuando se evangelizó el centro y norte de Europa, los cristianos de esos pueblos tomaron la idea del árbol para celebrar el nacimiento de Cristo, cambiando su significado pagano.

 Aunque primeramente adoptaron como árbol la cruz, luego cristianizaron esta tradición, reemplazando el roble por el abeto, de hojas perennes, porque su forma triangular recordaba a la Santísima Trinidad. Por su parte, los protestantes, con Martín Lutero a la cabeza, eligieron el pino.

Una interesante tradición popular alemana afirma que el árbol de Navidad tal como lo conocemos hoy se remonta al siglo VIII. San Bonifacio (675-754), un obispo inglés que marchó a la Germania para predicar la fe cristiana, se sintió profundamente dolido en la Navidad del año 723 al comprobar que los alemanes se preparaban para celebrar el solsticio de invierno sacrificando a un niño a los pies del roble sagrado.
Ante ésto, Bonifacio tomó un hacha, cortó el roble, salvó al niño y halló al lado de la raíz del árbol a un pequeño pero verdísimo abeto, que milagrosamente había permanecido intacto.

Lo vio como símbolo del amor perenne de Dios, lo adornó con manzanas (que simbolizaban las tentaciones) y velas (que representaban la luz de Cristo que viene a iluminar el mundo) y le ordenó a cada cristiano alemán llevar un abeto a su casa y cumplir con ese rito, lo que luego se extendió a todo el mundo.
"En invierno, el abeto siempre verde se convierte en signo de la vida que no muere. El mensaje del árbol de Navidad es, por tanto, que la vida es siempre verde si se hace don, no tanto de cosas materiales, sino de sí mismo: en la amistad y en el afecto sincero, en la ayuda fraterna y en el perdón, en el tiempo compartido y en la escucha recíproca". Lo dijo Juan PabloII en la Navidad de 2004.


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